domingo, 10 de mayo de 2009

Más allá de Rangún

Hoy quiero dejar a un lado el tono humorístico que navega por las columnas de esta página; lo hago porque empiezo, desde este momento, una serie de artículos no correlativos en una sección llamada Los hijos del pueblo, acerca de lo que -bajo el prisma de la ignorancia y sobre la pretensión de aceptar a los contendientes como iguales- se conoce como «conflictos olvidados». Estos conflictos no dejan de ser guerras, represión y muerte. El mundo no es perfecto ni lo ha de ser, tan sólo es una batalla de equilibrios que se sustentan unos a otros para tomarle el pulso a los conceptos de lleno y vacío. Tampoco pretendo dar una extensa explicación ni vestir el hábito de aseador de conciencias. Cada cual sabe a qué se debe y qué puesto ocupan sus prioridades en el programa vital. Lo que no podemos es obviar la realidad.

Ya estamos saturados de ver Afganistán o Irak devastados, territorios por donde, más pronto que tarde, se construirá un oleoducto que dé sentido a toda esta historia de carnaza y estupidez humanas. Cada día, cuando oigo que han muerto cuarenta personas porque una marioneta ha tenido a bien explotarse en el baile nupcial o en el autobús o en el mercado, ni tan siquiera me estremezco de lo acostumbrado que estoy a aceptar estas cosas. Y me da vergüenza. Y me doy asco. Por eso quiero, aunque sea por dos minutos, tener presente que más allá de mi nariz, de mi teléfono móvil o de mi ordenador, sigue habiendo una ingente cantidad de mierda que no por invisible deja de apestar.

Birmania es un país del sudeste asiático, se le conoce también como Unión de Myanmar. Para mí, Birmania sigue siendo Birmania. Tras la ocupación japonesa y británica se consiguió la independencia en enero del cuarenta y ocho. A principio de los años sesenta se estableció la dictadura militar del general Ne Win. En 1990, tras ser sometida a arresto domiciliario, Aung San Suu Kyi, líder opositora al régimen, ganó las elecciones cuyo resultado no fue reconocido por la Junta militar de los generales. A partir de entonces, la represión se tornó más violenta si cabe, anulando por completo todo intento de oposición al régimen.


Secuencia del asesinato de Kenji Nagai, fotógrafo japonés que cubría la represión en Rangún.

Hoy, Birmania, está regida por un sujeto obsesivo, de nombre Than Shwe, que vive en una ciudad semejante a un búnker y de lujos varios, extravagantes, anestésicos.
En Birmania hay niños trabajadores, niños soldado, mujeres que no se consideran como tal y son violadas y denostadas por el ejército. Existen minorías desplazadas, presos políticos y un pueblo esclavizado, acribillado a balazos cuando abre la boca y pretende expresarse, como ocurrió en 2007 con la Revolución del Azafrán, donde cayeron hasta los monjes budistas que osaron pedir el cambio.

A todo esto, la ONU, esa cosa que aparece por todos lados y que no sirve más que para desvencijar el presupuesto en banquetes y para pasar la bandeja por debajo de la mesa, se echa las manos a la cabeza y se ocupa en escribir manifiestos, resúmenes e inanidades varias sobre lo que, presumiblemente, está ocurriendo en Birmania.

Formamos parte de un mundo absurdo: el hecho de haber creado la Justicia lo certifica.

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