miércoles, 22 de octubre de 2008

Un paseo por el campo

Seguro que alguna vez han salido a caminar por el campo; es un menester sanote y muy saludable que llena los pulmones con aire de buena sustancia, tonifica las piernas y lima las asperezas del espíritu.
Yo tuve una novia a la que le gustaba salir por el monte con tacones de aguja; según decía –aun a riesgo de descrismarse-, caminar con los talones en alto hace trabajar los gemelos, y una tía con las pantorrillas apretadas siempre es de lo más sexy. Esto último no lo dijo ella, que lo digo yo, pero bien vale una verdad.
-Mujer, como pises tan fuerte esto va a parecer un campo de cebollinos.
-¿Y una playa?
-Sí, una playa también.
Nunca supe si lo hacía con intenciones de proyectarme una buena patada a la altura el bañador o porque era conocedora de que una chica deportista –además de otras gimnásticas aptitudes- está muy buena.

Te levantas una mañana, la del día de tu boda, y dices “coño, me voy a caminar para templar los ánimos.” Y, claro, te calzas las chirucas, agarras el cayado, te cuelgas la bota con el clarete y te echas al monte. De repente te encuentras yendo por el campo cantando el Carrasclás, valle arriba, barranco abajo, con animalicos por todas partes, y descubres que el camino desaparece o se convierte en dos caminos o, sospechosamente, en tres. En ese momento sacas un mapa topográfico del macuto porque eres un tipo previsor, de los de tiritas y agua oxigenada, y te das cuenta de que el camino que debes tomar está… más allá del borde del mapa. Ignoro si les ha pasado alguna vez, pero se te queda una cara de gilipollas muy festejada.
-¿Por la boda?
-No, idiota, por… Dejémoslo.

A mí algo parecido me pasó una vez y fue la mar de divertido, bueno, la verdad es que no fue tan divertido porque ya me había pateado algo más de quince kilómetros por camino de cabras legionarias. Tenía el mapa de la comarca, por lo que conocía las idas y venidas del terreno, pero se conoce que hay zonas de algunas comarcas que son bastardas y algo desheredadas, esto es, que no se hallan en el mapa por algún pecado que se mantiene en el disimulo y, claro, no se pueden calcular las distancias más que a ojo lagartijero, así que tuve que guiarme por el río, que discurría un centenar de metros barranco abajo, y por un caballo algo desgarbado que venía siguiéndome. La gesta culminó cuando llegué donde debía, una ermita cerrada, sujeto a la norma del sacrificio y tras cinco horas de camino, acusando la falta de comida y de agua “¡Has sido tú! ¡No, yo no!”. La segunda porque había sudado como gorrino en matanza y la primera… ¿adivinan cómo me deshice del caballo? Pues ya ven. A esto súmenle un siniestro calambre en ambas rodillas y una vuelta al hogar entre rezos, lloros y lamentaciones.

Pasear por el campo conlleva el encuentro con los fantasmas que se reflejan en el espejo y acaban huyendo contigo en paralelo, asustados por los extraños ruidos del bosque mientras os cruzáis vistazos de admiración.

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