viernes, 12 de septiembre de 2008

De cumpleaños y cosas

¿Han asistido alguna vez a una cena de cumpleaños? ¿Sí? Yo también, de hecho hace poco tuve una después de la pachanga futbolera. El momento de los regalos es muy emotivo porque de repente se oye sonar una bolsa de plástico entre las sillas y todos se miran medio riendo, todos menos el interesado, que la ha intuido y comienza a hacerse el sueco hablando del canguro cíclope de Tasmania con el compañero de al lado. También ha visto como la carta del restaurante rueda por la sobaquera de todos los comensales, que anotan algo en ella excepto él. De repente se oye un ejem, risitas, el nombre del interesado, un brazo que se alarga, un uhhh, el brazo que se acorta tocando el culo de la camarera, y el homenajeado que mira como diciendo “esto no va conmigo, qué significa y por qué tenéis esa cara de pánfilos.” Una vez se lo han dado intenta no descojonarse (esta es una reacción instintiva muy curiosa) y pone la cara de “no, por favor, no hacía falta, ya os vale, etc.”, mientras piensa “¿esto es todo lo que se os a ocurrido hijos de puta? ¿Un condón firmado? ¿Unas esposas peludas? ¿Un harapo con dos agujeros que simboliza el qué? Pues vaya mierda de amigos.” Y sonríe dando las gracias.

Las mejores cuchipandas son las que discurren entre caña y caña de bar cutre con el suelo pegajoso y caramelizado, donde las croquetas aplauden a ritmo de Bakalao y los langostinos se arrancan con una salve a la Virgen de Triana.
Las auténticas comilonas, las que te dejan buen sabor de boca, son las que terminan al filo de la mañana, sudando como un cerdo en matanza y habiendo cerrado la discoteca sin saber del cuerpo en el que habitas.
-No me siento las piernas, Manolo.
-No importa, sigue reptando.
Ustedes, si han entrado alguna vez en un tugurio de esta calaña, ya se habrán fijado que es similar a los documentales de La dos: un cacho de carne en el centro y todo de buitres alrededor. Parece que tengan un radar, los tíos. Normalmente pasa esto cuando salen dos, tres, a lo sumo cuatro amigotes, así que imagínense cuando son quince y entran con el radar a pleno rendimiento y el resuello etílico, ni Darth Vader, oigan; más que un radar aquello parece la onda expansiva de Nagasaki mientras la sala se convierte en la reserva provincial de aves de garra y colmillo afilado. ¿El águila Imperial?… El águila Imperial... Animalito.

Cuando eras pequeño las fiestas de cumpleaños solían darse en la casa de uno mediante una invitación muy cuca de ositos y confetis, con el horario establecido cautelosamente por los progenitores del hogar –de 17 a 20, o 20:30 los más osados-; acudían los amiguitos, se comía pastel y helado y luego salías a la calle a jugar. Ahora se llama por teléfono, quedas con los amigotes a las tantas para ir a la disco, entras, te comes un marrón, porque otra cosa ya me contarás y luego acabas en la puta calle con dos sujetos que llevan una moña de no te menees y que no tienen ni la voluntad ni la suficiencia para mear fuera de los pantalones.

Que te feliciten en tu cumpleaños es como cuando actualizas un programa de ordenador y te dice: ‘Felicidades, ha actualizado Cacaware 6.4 con éxito’, y tú “joder, que me ha felicitado, hostia, no me lo merezco, yo que tan sólo presioné el botón.” Te sientes como un niño. Sí, no se llamen a engaño, que le feliciten a uno desencadena una suerte de riegos hormonales bastante extraños que van desde la autocomplacencia hasta el odio caballuno y misantrópico por el individuo. ¿A quién le gusta que le recuerden que ya le queda menos? Ya lo sabe, se ha levantado esa mañana sabiéndolo sin necesidad de que nadie se lo recuerde. “Eh, que todas hieren y la última mata, artista.” “Que estás mayor.” “¡Abuela!” Gilipollas. O esos comentarios familiares de “ya tienes dieciocho años, ahora tienes más responsabilidades. Por cierto, felicidades.” U “hoy es tu día, el mando de la tele es tuyo; tendrás tu comida preferida.” Y tú te quedas con la cara más lerda que de costumbre y murmuras “pues me sabe mal, pero yo no veo la tele, y para disfrutar de mi comida preferida necesito algo más intimidad.”
-¿Perdona, has dicho algo?
-No, era mi rodilla.
Pues sí, hay que ver, hace cuatro días estábamos en el parque con la pelota y ahora estamos otra vez en el parque con el balón de oxígeno; el tiempo pasa demasiado deprisa como para malgastar unos ochenta días en la vida de una persona recordando que ya le queda menos y que no somos nadie, porque –sigan sin llamarse a engaño- ese día, el del cumpleaños, todo el mundo se encargará de recordárselo.

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