jueves, 14 de agosto de 2008

La Playa

El otro día me convencieron para ir a la playa. Y me dejé engañar. No me acercaba por el depósito de arena desde hacía siete u ocho años; y la mar de bien que he estado hasta ahora, sin que la sílice pegajosa se te cuele por el sobaquillo o la compresa con alas te haga un picado ametrallador cuando menos te lo esperas.
Unos amigos me dijeron que sería interesante ir a la parte nudista, la naturaleza, la paz en el mundo y esas cosas, pero me negué en redondo. Imagínense la escena: estás tomando el sol, contemplando el mar, y viene una chica imponente tentando sus bronceadas carnes a pedirte fuego, se da aire con las manos y con aspecto sofocado entabla conversación con tus amigos y contigo. Todo es normal hasta que dice con cara de fingida indiferencia, y meneando los relieves, que quiere darse un baño, que hace un calor horrible y que está empezando a sudar. De repente tus colegas (no sabes si es un ataque de caspa o la insolación, pues comienzan a tener espasmos por todo el cuerpo) dicen que sí, que qué calor hace, joder, que parece agosto y que bueno, aunque dos no saben nadar se van al agua ellos también. Tú, que no sabes muy bien qué coño está pasando -¿Cómo leches ha venido esta tía hasta aquí? ¿Qué pretende? ¿Será socorrista? No lleva flotador. ¿O sí?- te quedas observando a un lado y a otro hasta que ella se vuelve y dice “¿No vienes al agua?” y tú le contestas “Lo siento, bonita, pero es que me he atascado en la arena al verte las tetas”. No sé, pero yo esto lo veo como una situación algo embarazosa o pre-embarazosa, por eso no voy nunca a las playas nudistas, porque más que playas parecen un puto campo de golf.

El caso, al hilo de lo que contaba al principio, es que acabe tirado sobre una toalla, sin muchas ganas de estar allí, por lo que fui animando un poco al personal: “Se ve que hace calor aquí, eh”. “Os va a dar un corte de digestión”. “¡Vaya solano!” “Podíamos ir al chiringo a tomar unas cañas”. “¡Mirad, una cabra!”. Ante la indiferencia de todos, me vinieron a la mente aquellos personajes entrañables que han poblado las playas españolas, desde José Luís López Vázquez hasta el cuñado gorrón, o ese primo gilipollas que todos tenemos, del que hemos padecido más de una vez el que nos tire arena en los ojos y nos rompa los castillos con foso y cangrejo guardián.
De este plantel veraniego hablaré otro día, porque bien vale la pena saber un poco más.

La playa, esa cosa. Debo ser sincero y decir que la playa me gusta, aunque bajo una serie de circunstancias bastante claras, a saber: al atardecer. Por la noche. De madrugada. Sin gente. Sin ruido. Sin “Yerba Luisa, tómate el bocadiyo que te voy a hostiar”. Y con sus conchas y sus dunas recién dibujadas. ¡Qué pasa! No pido tanto.

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